Por Juan Pablo Neveu

Entre el mito de la mente maquínica y las redes invisibles que gobiernan la vida contemporánea, la inteligencia artificial nos obliga a repensar qué significa ser humanos en la era del cálculo. Ni demonio ni salvadora: apenas un espejo que amplifica nuestras decisiones colectivas.

I. El mito de la máquina que piensa

La inteligencia artificial irrumpió envuelta en la retórica del prodigio. Las pantallas mostraban chatbots que escribían novelas, componían música o resolvían dilemas morales. La metáfora se instaló con rapidez: las máquinas “piensan”, “aprenden”, “dialogan”. Pero detrás de esa ficción antropomórfica —tan cómoda como seductora— no hay conciencia ni intención: hay cálculo.

Los sistemas de IA no son cerebros, sino infraestructuras: redes globales de datos, energía y capital que procesan la vida misma como información. No es pensamiento lo que allí ocurre, sino una forma de gobierno: una coordinación silenciosa de flujos que excede la escala humana.

Como advierte Ariel Vercelli, investigador del CONICET y referente en ética de la tecnología, “la inteligencia artificial no es una tecnología más, sino una metatecnología: un sistema que organiza y amplifica todas las demás”. No se trata, entonces, de una mente artificial, sino de un entramado de poder técnico que reconfigura el mundo.

Vercelli propone mirar la IA desde su estructura material: un sistema de capas —datos, modelos, plataformas, interfaces y contenidos—, cada una con su propio entramado técnico, normativo y político. Comprender esa arquitectura es esencial para reconocer dónde se concentra el poder y cómo intervenirlo críticamente.

II. La política de los algoritmos

A partir de 2024, la regulación de la inteligencia artificial se volvió un campo de disputa global. La Unión Europea, pionera en este terreno, aprobó su Ley de IA (AI Act), publicada en el Diario Oficial el 12 de julio de 2024 y en vigor desde el 1 de agosto. El reglamento adopta un enfoque basado en el riesgo y se implementa por etapas hasta 2026. Desde febrero de 2025 prohíbe los usos de riesgo inaceptable: la manipulación subliminal del comportamiento, la explotación de vulnerabilidades —como edad o condición social—, los sistemas de “puntuación social” estatales y la identificación biométrica remota en espacios públicos, salvo excepciones muy limitadas. El espíritu de la ley es inequívoco: impedir que la eficiencia algorítmica se imponga sobre la dignidad humana, la libertad y la democracia. En palabras de Bruselas, la inteligencia artificial puede innovar, pero no gobernar a las personas.

China, por su parte, mantiene desde 2023 sus regulaciones sobre deep synthesis (contenido sintético) y amplió en 2025 los requisitos de etiquetado y trazabilidad de la información generada por IA. En ese contexto, “deep synthesis” se traduce oficialmente como “síntesis profunda de contenidos” y designa toda tecnología que utiliza inteligencia artificial o aprendizaje profundo para generar, modificar o combinar texto, imagen, audio, video o datos virtuales con apariencia de haber sido creados por humanos.

Por su parte, la OCDE continúa revisando sus Principios de IA (2019, actualizados en 2024) como marco de referencia global para políticas de transparencia, seguridad y derechos digitales.

Aun así, la regulación avanza más despacio que los sistemas. Muchas plataformas operan en espacios intermedios: anticipan, adaptan o esquivan las normas mientras éstas se implementan. Clasifican, predicen, recomiendan. Deciden qué vemos, qué compramos, a quién escuchamos. Su poder no se impone: seduce, ordena, orienta.

En este sentido, puede interpretarse —más que citarse literalmente— la lectura que propone Vercelli: una nueva forma de gubernamentalidad algorítmica, donde el control ya no depende del Estado sino de la infraestructura.

La filósofa Shoshana Zuboff lo explica desde otro ángulo:

“El capitalismo de vigilancia reclama unilateralmente la experiencia humana como materia prima gratuita para traducirla en datos conductuales, convertirlos en productos de predicción y venderlos en mercados de futuros conductuales.” (The Age of Surveillance Capitalism, 2019).

La IA no reemplaza al Estado, pero lo tensiona. Su dominio ya no es la geografía del territorio, sino los flujos invisibles de atención que reordenan lo público desde lo técnico.

III. Educación y reapropiación

En este nuevo orden, la educación puede ser una forma de resistencia cultural. El docente deja de ser un transmisor para volverse mediador ético y diseñador de experiencias significativas.

La IA puede contribuir a amplificar la enseñanza — personalizar trayectorias, generar materiales—, pero no sustituye la relación humana. El desafío consiste en preservar la densidad del vínculo pedagógico en una época que premia la velocidad y la automatización.

El Marco de Competencias en IA para Docentes de la UNESCO (2025) consolida esta mirada: propone tres niveles de desarrollo —adquirir (comprender la IA), profundizar (integrarla críticamente) y crear (transformarla en innovación ética)—, junto con cinco dimensiones transversales: mentalidad centrada en lo humano, ética de la IA, fundamentos y aplicaciones, pedagogía y desarrollo profesional.

En un mundo regido por algoritmos, enseñar sigue siendo un acto de soberanía: decidir qué merece ser aprendido y cómo hacerlo sin delegar el juicio a la máquina.

IV. Hacia una inteligencia distribuida

La teórica N. Katherine Hayles sostiene que la cognición ya no es un privilegio de las personas: circula entre cuerpos, máquinas y ambientes. Pensar, hoy, es hacerlo en red. La inteligencia se vuelve una corriente compartida, un flujo que atraviesa organismos y sistemas, desdibujando los límites entre lo biológico y lo artificial. Aceptar esta condición no equivale a ceder la humanidad al código, sino a reconocer —como advierte Ariel Vercelli— que “lo técnico no es un añadido a lo humano, sino parte de su constitución”. Desde la primera herramienta hasta el último algoritmo, somos criaturas que piensan a través de lo que fabrican. En esa misma línea, el investigador Ben Goertzel sostuvo que la inteligencia no brota de una mente solitaria, sino de la colaboración entre agentes distintos, humanos o artificiales, que se corrigen, se refuerzan, se amplifican entre sí. La llamó sinergia cognitiva. Pensar es aprender a convivir inteligentemente.

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