En casa no se celebraba Navidad. O, para ser más exactos, se la celebraba muy poco, más bien apenas: no había mucha ceremonia de regalos ni cuentos sobre Papa Noel y los Reyes; en alguna temporada creo recordar que ni siquiera hubo árbol.

No era una cuestión de principios, ni una postura ideológica o religiosa: de hecho, mis padres siempre se consideraron a sí mismos católicos. Tampoco se trataba de desinterés o apatía; era algo distinto, y con el tiempo elaboré alguna teoría (que, como todas las teorías con las que intentamos explicar algo de los otros –sobre todo de nuestros padres– tiene severas chances de estar completamente equivocada).

Mi principal tesis apunta a la extranjería. Mis padres emigraron de España entre fines de los años cincuenta y comienzos de los sesenta. Justo cuando el flujo migrante declinaba y su país remontaba económicamente; nunca terminó de estar claro por qué vinieron, pero sí por qué se quedaron: la vida y esa manera que tiene, a veces, de arrasar a las personas.

Me digo que no está mal que haya una fecha en la que, con humildad o con pompa, entre multitudes o con el núcleo de los afectos más íntimos, pongamos una mesa lo más linda que se pueda, compartamos comida y tragos y, haya niños o no, tengamos el gesto del pequeño presente

Lo cierto es que, aun radicados definitivamente en estas tierras, ninguno de los dos ni se adaptó, ni se encariñó ni se reconoció en nada de lo que la Argentina les ofrecía. Su paraíso personal había quedado del otro lado del océano; cultivaron, como si cincelaran una delicada esfera de cristal, un territorio propio, un pequeño e imaginario mundo español donde encontraban reposo, certezas, refugio. En esa isla, imagino, quedaron sus Navidades, días de nieve y de infancia idealizados y encapsulados junto a quién sabe cuántas otras cosas a las que los demás no podíamos ni sabíamos acceder.

Tampoco es que me resultara demasiado problemático. Como todos los chicos, aceptaba lo que venía. Sabía que había una Navidad en las películas, otra en las casas de mis amigos, algunas más en las vidrieras de los negocios, en las revistas infantiles, en los cuentos. Y unas Fiestas, singulares y algo parcas, en mi hogar.

El primer árbol de Navidad que armé en la vida adulta fue el del mes de diciembre en que cursaba el octavo mes de embarazo. Lo hice por el bebé que venía. Y lo hice por mí. Porque, aunque me resultara imposible definir en qué zona de la religiosidad me encontraba, había algo de la celebración en esas fechas que no me quería perder. Ni quería que se lo perdiera mi hijo. Los años siguientes puse guirnaldas en el balcón, con la torpeza de los novatos le hablé de Papa Noel, pusimos agua para los camellos de los Reyes (a veces en la noche del 5, otras en la del 6… él era chico y no se daba cuenta de mis errores). Nunca supe cuán convincente fui, pero hice el esfuerzo. Y el día en que llegó de la escuela contando que una tal Marianita había develado quiénes estaban detrás de todo, incluido el ratón Pérez, le dije que no se preocupara, que los regalos iban a seguir llegando. Y se quedó lo más tranquilo.

Mientras escribo, titilan las luces del arbolito de casa. Me digo que no está mal que haya una fecha en la que, con humildad o con pompa, entre multitudes o con el núcleo de los afectos más íntimos, pongamos una mesa lo más linda que se pueda, compartamos comida y tragos y, haya niños o no, tengamos el gesto del pequeño presente.

Cada quien va encontrando lo que le gusta de las Fiestas. A mí, su sincretismo desaforado. Esto de que convivan un bonachón de traje rojo y aires nórdicos con unos Reyes orientales, y unos abetos de plástico con reminiscencia pagana con un nacimiento que para algunos es el del Niño Dios y para otros, el símbolo de eso que siempre traen los nacimientos: la promesa de redención, la posibilidad de volver a empezar, el recordatorio de que somos parte de algo que viene de lejos y que seguirá hacia adelante, entre dolor, furia y heridas, pero también con el regalo de la ternura.

​En casa no se celebraba Navidad. O, para ser más exactos, se la celebraba muy poco, más bien apenas: no había mucha ceremonia de regalos ni cuentos sobre Papa Noel y los Reyes; en alguna temporada creo recordar que ni siquiera hubo árbol.No era una cuestión de principios, ni una postura ideológica o religiosa: de hecho, mis padres siempre se consideraron a sí mismos católicos. Tampoco se trataba de desinterés o apatía; era algo distinto, y con el tiempo elaboré alguna teoría (que, como todas las teorías con las que intentamos explicar algo de los otros –sobre todo de nuestros padres– tiene severas chances de estar completamente equivocada).Mi principal tesis apunta a la extranjería. Mis padres emigraron de España entre fines de los años cincuenta y comienzos de los sesenta. Justo cuando el flujo migrante declinaba y su país remontaba económicamente; nunca terminó de estar claro por qué vinieron, pero sí por qué se quedaron: la vida y esa manera que tiene, a veces, de arrasar a las personas.Me digo que no está mal que haya una fecha en la que, con humildad o con pompa, entre multitudes o con el núcleo de los afectos más íntimos, pongamos una mesa lo más linda que se pueda, compartamos comida y tragos y, haya niños o no, tengamos el gesto del pequeño presenteLo cierto es que, aun radicados definitivamente en estas tierras, ninguno de los dos ni se adaptó, ni se encariñó ni se reconoció en nada de lo que la Argentina les ofrecía. Su paraíso personal había quedado del otro lado del océano; cultivaron, como si cincelaran una delicada esfera de cristal, un territorio propio, un pequeño e imaginario mundo español donde encontraban reposo, certezas, refugio. En esa isla, imagino, quedaron sus Navidades, días de nieve y de infancia idealizados y encapsulados junto a quién sabe cuántas otras cosas a las que los demás no podíamos ni sabíamos acceder.Tampoco es que me resultara demasiado problemático. Como todos los chicos, aceptaba lo que venía. Sabía que había una Navidad en las películas, otra en las casas de mis amigos, algunas más en las vidrieras de los negocios, en las revistas infantiles, en los cuentos. Y unas Fiestas, singulares y algo parcas, en mi hogar.El primer árbol de Navidad que armé en la vida adulta fue el del mes de diciembre en que cursaba el octavo mes de embarazo. Lo hice por el bebé que venía. Y lo hice por mí. Porque, aunque me resultara imposible definir en qué zona de la religiosidad me encontraba, había algo de la celebración en esas fechas que no me quería perder. Ni quería que se lo perdiera mi hijo. Los años siguientes puse guirnaldas en el balcón, con la torpeza de los novatos le hablé de Papa Noel, pusimos agua para los camellos de los Reyes (a veces en la noche del 5, otras en la del 6… él era chico y no se daba cuenta de mis errores). Nunca supe cuán convincente fui, pero hice el esfuerzo. Y el día en que llegó de la escuela contando que una tal Marianita había develado quiénes estaban detrás de todo, incluido el ratón Pérez, le dije que no se preocupara, que los regalos iban a seguir llegando. Y se quedó lo más tranquilo.Mientras escribo, titilan las luces del arbolito de casa. Me digo que no está mal que haya una fecha en la que, con humildad o con pompa, entre multitudes o con el núcleo de los afectos más íntimos, pongamos una mesa lo más linda que se pueda, compartamos comida y tragos y, haya niños o no, tengamos el gesto del pequeño presente.Cada quien va encontrando lo que le gusta de las Fiestas. A mí, su sincretismo desaforado. Esto de que convivan un bonachón de traje rojo y aires nórdicos con unos Reyes orientales, y unos abetos de plástico con reminiscencia pagana con un nacimiento que para algunos es el del Niño Dios y para otros, el símbolo de eso que siempre traen los nacimientos: la promesa de redención, la posibilidad de volver a empezar, el recordatorio de que somos parte de algo que viene de lejos y que seguirá hacia adelante, entre dolor, furia y heridas, pero también con el regalo de la ternura.  

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