Cuando Pedro mira, lo hace con el corazón. Como El Principito, encuentra lo invisible del mundo cotidiano y lo comparte, a su manera. Tiene cinco años Pedro, y un diagnóstico de tres letras que lo vuelve distinto a todos los (nos)otros distintos: TGD. La sigla significa Trastorno Generalizado del Desarrollo y consiste en una problemática neurológica que afecta áreas como la comunicación y el lenguaje; la socialización; y la imaginación e intereses. Lo que antes se denominaba sintéticamente autismo.
“Cuando te enterás de que tu hijo tiene TGD hay tanto por hacer que no podés parar”, cuenta Paula Boscaroli, mamá de Pedro y de cinco hijos más (Camila, Tomás, Valentina, Abril –melliza de Pedro– y Juan Martin). El desarrollo del nene fue “normal” hasta el año y medio, cuando comenzó a perder habilidades que había adquirido. Dejó de responder a su nombre, no fijaba la vista en otras personas, caminaba en puntas de pie, lloraba o se reía demasiado. Con esos síntomas, hubo muchas consultas médicas y una larga serie de exámenes clínicos para descartar cualquier enfermedad. Cuando Pedro tenía dos años y medio, se confirmó el TGD.
Lo que siguió fue el armado de un equipo que incluye una fonoaudióloga, una psicopedagoga, una psicóloga, una musicoterapeuta, una terapista ocupacional, y un acompañante terapéutico. Son 12 horas semanales de un trabajo interdisciplinario que se complementa con sesiones de equinoterapia.
“Al principio con Néstor (su marido) estábamos como bola sin manija. Es difícil ser papás de algún nene con una necesidad especial, porque la vida te pone a prueba cada día”, opina Paula, que integra el grupo TGD Padres, formado para orientar y contener a quienes atraviesan esta situación. Con la suerte de poseer la cobertura completa de una buena obra social y haber encontrado un jardín de infantes que permite la presencia de maestra integradora –ambas cuestiones poco habituales–, el tsunami emocional del inicio se calmó y consiguieron reorganizar la vida de la familia.
En el patio del fondo de la casona antigua, hay un tobogán de plástico, un saltarín, una casita de madera, un par de hamacas comunes, un camino de paneles de gomaeva, y una hamaca paraguaya, la preferida de Pedro. Siempre con su sonrisa de dientes de leche, se sienta dentro y pide a través de gestos que su mamá y su hermana melliza meneen la tela de un lado a otro. Le encanta ese juego. Tanto como se enoja si, de repente, dejan de hacerlo.
Entonces, saca de un galponcito una peluca rulosa y despeinada y la tira bien alto para que Abril y Pedro, por turnos, la agarren y se la devuelvan. A Pedro no le gusta atraparla durante la caída, espera que esté segura en el piso y recién entonces la toma y se la entrega. La escena es espontánea y compartida: los mellizos “chocan los cinco” para darse ánimo.
“El juego puede tener diferentes variantes, pero trato de meterme de algún modo –comenta Santiago–. Antes se enganchaba con la hamaca paraguaya pero si le hablaba no me miraba, entonces se la descolgaba para que reaccionara y al menos se enojara conmigo”. En una de las idas y vueltas de Pedro corriendo (ya se cansó de la peluca), Santiago lo abraza por la espalda y el nene entrelaza sus manitos con las de él. El objetivo formal de extender los valiosos momentos de interacción con el otro se vive, con emoción, en esos “detalles”.
La capacidad para hacerse entender se fue incrementando progresivamente. Melina Vella, coordinadora del equipo técnico, detalla que “cuando quería algo antes hacía un berrinche que no se comprendía y era frustrante para todos; ahora agarra tu mano y te lleva para pedirte lo que quiere”. Sin embargo, no es sólo Pedro el que pide. Los profesionales advierten que éste es un ciclo de demanda hacia él, para evaluar todo lo que puede dar de cara al futuro. Las tres veces por semana que Santiago lo acompaña, suelen salir de paseo. “Al principio era muy difícil, no aguantaba el tiempo de espera en los semáforos y si yo proponía un camino alternativo, enseguida había un berrinche. Ahora podemos negociar, en una esquina decide él y en otra yo”, compara, sobre la prometedora evolución.
En esta instancia, la familia y el equipo están trabajando para el cumplimiento de órdenes simples. Por eso, la felicitación de Paula cuando Pedro come el paragüitas de chocolate, separa el palito y lo apoya sobre la mesa. La ejecución de indicaciones básicas como “dame”, “trae”, “ponelo acá”, es la prueba de que se está transitando por un camino auspicioso.
En el jardín, donde asiste por segundo año a sala de 3 y 4, está mucho más conectado que antes. “Se sienta a desayunar con los compañeros, responde a consignas, permanece en el aula las tres horas, sale al recreo, un enorme avance”, relata Melina. Pedro va a clase con una maestra integradora que trabaja con él y también con el entorno, para que la inclusión en la escuela y la interacción con sus pares suceda con alegría y tranquilidad.
Como en todo hogar con niños, hay una rutina que gira en torno del colegio. Pedro está adaptado a ella y por eso los fines de semana le cuesta captar el momento de descanso. En este sentido, se intenta que el nene consiga ser flexible. “Acordamos con que tenga una rutina, pero sobre todo para el aprendizaje. En el día a día se complica porque si no terminamos bailando al compás de él y eso no es bueno para su desarrollo; en la vida no está todo estructurado”, resume Paula.
A nivel terapéutico y a mediano plazo, la meta es lograr el control de esfínteres y tomar en cuenta la dimensión del peligro, sobre todo en la calle. ¿Y después? “Yo no le pongo techo a nadie”, afirma Santiago, en una postura común a todos quienes aman a Pedro. Pedro, el “frasquito de amor y ternura”, como lo define Camila. Pedro, el que “cuando te sonríe, te alegra el día”, como lo describe Melina.
Pedro, el único capaz de ver un cordero dentro del dibujo de una simple caja. Como El Principito.
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