Hace exactamente 150 años, el 3 de junio de 1873, corría como un rayo por la pampa una noticia que golpeaba de lleno a las comunidades aborígenes: había fallecido, en su toldo, el toki Kalfukurá. Para la ceremonia del funeral, realizado durante varios días en los médanos que rodean la laguna de Chillhué o Chilihué, a casi 15 kilómetros al noreste del actual paraje Padre Buodo, llegaron caciques de todas las latitudes. Cinco años después, en el marco de la llamada Conquista del Desierto, integrantes del Ejército Argentino profanaron su tumba y se robaron su cráneo. Hoy las comunidades mapuches -de La Pampa, Neuquén, Río Negro y Buenos Aires, algunas de ellas con lazos sanguíneos directos del legendario jefe- intentan ponerse de acuerdo dónde se hará el enterratorio.
Calfucurá, Callvucurá, Callfucurá o Kalfukurá (del mapudungun Kallfükura, “piedra azul”; de kallfü, “azul”, y kura, “piedra”) había nacido cerca del 1770 posiblemente en Llaima (hoy una región de Chile). En la década de 1830 llegó al actual territorio pampeano, conformó la Confederación de Salinas Grandes y dominó el centro de la escena política y militar durante 40 años. Fue el más gran jefe mapuche -o “toki”, jefe de jefes- de este lado de la Cordillera de los Andes.
El docente pampeano Omar Lobos, autor de “Juan Calfucurá – Correspondencia 1854 – 1873” (Editorial Colihue), lo considera como uno de los “grandes estrategas políticos” de aquellos años en nuestras tierras.
Según dice Lobos, era hijo del célebre cacique Huentecurá, que cooperó con San Martín cuando el cruce de los Andes, y de la cacica Amuizeu. Su primera aparición registrada por la región pampeana es a mediados de 1831, junto con su hermano Antonio Namuncurá y el resto de su ya numerosa familia. Después de la Campaña a los Llanos que Juan Manuel de Rosas llevó contra las tribus de los ríos Colorado y Negro en 1833, se produjo la irrupción de Calfucurá en el Carhué, atacando a las tribus vorogas o voroganas. La famosa masacre de los médanos de Masallé.
De ahí en más -agrega Lobos- su cuartel general estaría en las Salinas Grandes, pero su residencia se halló siempre a unas ocho leguas, junto a la laguna Chilihué, cerca del actual Padre Buodo. Ambos puntos se convertirán con el tiempo en una verdadera capital (un centro de poder): allí convergieron comisiones de los blancos, comisiones y visitas de paisanos de un lado y otro de la cordillera, comerciantes, y de allí partieron y se fueron haciendo anchas y firmes rastrilladas hacia los cuatro rumbos: a los ranqueles, a Córdoba, a Bahía Blanca, a Neuquén y Chile, al Azul.
El toki -título que los mapuches daban a sus líderes militares- mantenía inestables relaciones con el Gobierno argentino desde 1934. Fueron poco más de 35 años de negociaciones, tratados de paz, avances del Ejército sobre el territorio aborigen y sangrientos malones sobre estancias y pueblos bonaerenses.
Kalfucurá -llamado por algunos como el “Atila de las Pampas” o incluso el “Napoleón de las Pampas”- tuvo durante cuatro décadas el control de las Salinas Grandes, un punto estratégico de las “rastrilladas” -que eran las rutas comerciales mapuches en las pampas- como el dominio de la sal, sustancia fundamental en esa época para la conservación de la carne. Desde allí lideró numerosos y mortíferos malones. Pero también acordó y firmó tratados de paz con los jefes militares y presidentes de turno.
Murió a las 10 de la noche del 3 de junio de 1873. Así por lo menos lo informa, en dos cartas, su hijo Manuel Namuncurá, cuenta el investigador Omar Lobos.
Fue enterrado con su mejor caballo, sus mejores prendas de vestir, su apero, sus armas y botellas de bebidas. Completaban su vestimenta unas botas de cuero de Aguará Guazú.
En noviembre de 1878 -cuando su hijo Manuel había sido desalojado de la zona y había huido a las Sierras de Lihué Calel- el Ejército llegó a Chillhué. Los baqueanos -algunos de ellos “indios amigos”- informaron que allí estaba el cementerio de los “curá”.
Entre la laguna y una gran cadena de médanos se levanta uno más pequeño, que durante el día queda envuelto en la sombra de los más altos y le da un aspecto sombrío. Es el llamado “Médano Negro”. Finalmente, luego de excavar, encontraron una tumba y perturbaron el sueño del toki: debajo de tablones de algarrobo, hallaron sus restos, junto a todo lo necesario para el viaje al “otro lado”.
Estanislao Zeballos describe, a partir del testimonio del teniente Nicolás Levalle, cómo fue el hallazgo. “¿Quién era el difunto tan distinguido y lujosamente sepultado? No era fácil saberlo; pero por el hilo se saca el ovillo. Sobre la primera capa de tierra estaban los huesos secos de un caballo. Era el parejero de batalla del finado, que había sido enterrado con su amo en la misma sepultura”, cuenta. “A la derecha y cerca de los huesos de la mano se veían dos espadas rotas. Con el cráneo del caballo relumbraban las cabezadas de plata que fueron recogidas en fragmentos. Entre las espadas había una dragona de oro, ya destruida; pero que hubo de ser muy rica. El finado vestía uniforme de general según las presillas de la blusa reducida a polvo. Los pantalones tuvieron una lujosa guarda de oro, que también se conservaba mal. Complementaban la mortaja unas botas de cuero de lobo, no menos deterioradas. A los pies se veía otro par de botas idéntico al que calzaba el finado; y formando un semicírculo unas veinte botellas de anís, caña, ginebra, aguardiente, pulcú o licor de manzanas, coñac y agua. Caballo, armas y bebidas: todo para el viaje de la otra vida, lo que revela que estos indios, como casi todos los indígenas, conservan una noción oscura de la inmortalidad del alma”.
Hoy no se sabe el sitio exacto donde se encuentra el cementerio de la “dinastía de los piedra”. Pero se tiene una aproximación. El enterratorio original, según ha dicho Lobos, se encuentra a unos mil metros al norte de la laguna Chillhué, en una zona de médanos.
“Tal fue el hallazgo descollante del cementerio de Chilihué”, dice Zeballos. “¿Quién era el muerto que con tanto lujo había vivido? Era inútil preguntarlo porque nadie lo sabía. El teniente Levalle empaquetó las prendas y se guardó el cráneo del finado, dando por concluida su campaña. Los indios amigos supieron con terror lo que había pasado y uno de ellos pronunció una palabra que fue un rayo de luz: ‘Callvucurá’, había dicho. Y revisando las prendas de plata se leyó en el cabezal del freno: ¡’Cacique Callvucurá’!”.
El cráneo, que como “trofeo de guerra” se mostró por años en las vitrinas del Museo de La Plata, hoy espera por su vuelta.
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